La idea de “bajar la edad de imputabilidad” aparece periódicamente, activada por el oportunismo político de dirigentes sin propuestas serias para la seguridad y por un periodismo que día a día estigmatiza a los jóvenes pobres. En general, la propuesta se defiende y se rechaza con pocos argumentos. Aquí, diez aclaraciones necesarias sobre una reforma a la que hay que ponerle un freno.
Por Daniel Badenes
1) Imputabilidad es una palabra difícil. No
sólo de pronunciar, sino de entender qué está diciendo cada discurso.
Hay sectores ciertamente progresistas que, al reclamar un nuevo Régimen
Penal Juvenil, proponen una baja en la
edad de imputabilidad, pero que no es la misma que fogonea la derecha represiva cuando exclama
“que los menores delincuentes se pudran en la cárcel”.
2) Imputabilidad no es lo mismo que punibilidad.
La imputabilidad es la “capacidad de culpabilidad”, es decir, de
reconocer a un sujeto como responsable de un delito. Tiene que ver con
la posibilidad de comprender la criminalidad de una conducta y dirigir
las acciones de acuerdo a esa comprensión. Así, no sólo los menores de
cierta edad son
inimputables. Lo son también, por ejemplo, los enfermos mentales.
Otra cosa distinta es la
punibilidad, es decir, las
posibilidades de castigar el delito. Lo que promueven Scioli y Macri
entre otros es, en rigor, “bajar la edad de punibilidad”.
En ese sentido, es tramposo citar que en Brasil la edad está fijada en 12 años. En el país vecino, los chicos son
procesables
desde esa edad. Es decir: si se les imputa un delito, deben ser
sometidos a un proceso judicial, con derecho a defensa, y se debe probar
qué hicieron. Pero no se le puede dar la pena que le correspondería a
un adulto. El régimen de
punibilidad es distinto.
3) La in-imputabilidad puede ser muy peligrosa. Los
inimputables,
que no son alcanzados por el sistema penal, quedan bajo la tutela del
Estado por ser considerados “incapaces”. Si de chicos y chicas hablamos,
el viejo régimen del Patronato demostró que el sistema tutelar no es
bueno. Lejos de proveer bienestar, la tutela estatal históricamente fue
la excusa para la privación de la libertad sin juicio, defensa ni
análisis de pruebas.
Hace un tiempo el juez Zaffaroni lo explicó claramente:
“Como se
supone que todo lo que haga el Estado con él será para bien, se deduce
que no hará falta un proceso penal acusatorio y que no necesitará las
mismas garantías que un adulto (…) En la historia, ¿a quiénes se tuteló?
A las mujeres, a los niños, a los indios. Mirá cómo les fue. La
ideología tutelar es inquisitorial. A mí que no me tutelen, ¡que me
juzguen!”. En Estados Unidos el sistema tutelar entró en crisis en
los ´60, cuando se advirtió que un chico de 15 años que insultaba a
alguien por teléfono podía ser privado de la libertad hasta los 21 (bajo
tutela), mientras por el mismo hecho un adulto apenas hubiera recibido
una multa. Así se inició un movimiento de
juridización de los derechos de niños y adolescentes.
“Por mí que se lo someta a proceso desde el momento de la concepción”, decía Zaffaroni:
“Otra cosa son las consecuencias penales. A un niño no se le puede aplicar la misma pena que al adulto”. De lo que se trata es de abandonar el régimen tutelar para pasar a uno de derechos y garantías.
Bajar la edad de imputabilidad, en ese sentido, podría significar
garantizar procesos justos. Pero nadie tiene eso en mente cuando se
agita el tema después de un asesinato horrendo presuntamente cometido
por un “menor”.
4) La gravedad del tema está exagerada por ciertos políticos y periodistas.
El irresponsable tratamiento mediático sobre el delito es un problema
en todo el mundo y hace rato ha logrado que la percepción social de la
inseguridad vaya por un carril distinto que la realidad objetiva. En
rigor, son muy pocos los homicidios o delitos graves cometidos por
menores de 16 años en nuestro país. Se calculan en menos del 1% del
total.
Ni siquiera la “inseguridad”, como problema global, tiene una
dimensión proporcional al tiempo que le dedican los noticieros. Son más
las muertes provocadas por la violencia doméstica o por el tránsito
automotor, que los homicidios intencionales.
5) El punto anterior no debería ser un argumento contra la baja. Solamente
es una prueba de la miserabilidad de quienes ponen el tema como
prioridad en su agenda, mientras evitan hablar de la trata de personas,
el gatillo fácil o las muertes por abortos clandestinos, entre otros
problemas de suma gravedad. Si la criminalidad adolescente fuera un
hecho extendido, tampoco deberíamos aceptar como sociedad que la
solución sea llevar a prisión a un niño de 12 o 14 años.
6) Las condenas para un niño o un adolescente nunca pueden ser las mismas que para un adulto. No
hay ningún buen argumento biológico, psicológico o social que permita
equipararlos y justificar una misma pena, salvo la impotencia ante una
situación terrible de la que el chico es apenas un emergente.
Si creemos que una persona a los 14 años maneja todos los elementos
de juicio y es absolutamente responsable de sus actos, deberíamos
permitirle votar a esa edad, por dar un ejemplo. En el fondo, sabemos
que no es así. Un pibe no tiene la madurez necesaria para asumir la
plena responsabilidad sobre sus acciones. Menos aún debería ser juzgado
de forma implacable cuando a lo largo de su corta vida vio
sistemáticamente vulnerados sus derechos.
En síntesis: si la
imputabilidad de un niño/adolescente es discutible, pensar su
punibilidad como si fuera un adulto resulta perverso.
7) El endurecimiento de las penas no es una solución para la inseguridad. Esto
vale para chicos y grandes. Está demostrado a nivel mundial, y no sólo
por el fracaso de las reformas legislativas fogoneadas por ex gobernador
Ruckauf o el falso ingeniero Blumberg. Como experiencia exitosa suele
citarse el plan de “tolerancia cero” en Nueva York, pero lo cierto es
que se desarrolló en un contexto de bonanza económica y paralelamente a
medidas de contención social, buenas razones para explicar la reducción
de la violencia social. En otros países, como El Salvador, el fracaso
del “Plan Mano Dura” y el de su continuador –increíblemente llamado
“Súper Mano Dura”- fueron estrepitosos. Mientras la tasa de homicidios
en El Salvador está en 51,2 (cada 100 mil habitantes), en nuestro país
es diez veces menor: 5,2 (Fuente: PNUD, se puede consultar en
http://hdrstats.undp.org/es/indicadores/61006.html). Argentina es uno de
los países latinoamericanos con menor presencia de delitos violentos.
8) Hay que hacer algo. Rechazar la solución represiva y poner en perspectiva la dimensión del problema no es defender el
statu quo; nadie habla de quedarse con los brazos cruzados. Pero sí demanda ampliar el concepto de
seguridad y
admitir que los principales sujetos que están en peligro son los
chicos. Promover una distribución equitativa del ingreso, fortalecer la
educación y la salud pública, combatir el narcotráfico –y no a los
consumidores de drogas- y la trata de personas, sin duda son mejores
soluciones que la construcción infinita de lugares de encierro.
9) No se puede confiar en las encuestas. A principios de febrero, varios medios se hicieron eco de un trabajo de la consulta Poliarquía y titularon:
“Siete de cada diez argentinos desean que baje la edad de imputabilidad”.
El relevamiento, de dudosa rigurosidad estadística, estaba basado en
una encuesta telefónica realizada en mil hogares de 40 localidades con
más de 10.000 habitantes. En rigor, el universo “argentinos” incluye
mucha gente que no tiene teléfono y/o vive en ciudades con menos de
10.000 habitantes. Por otra parte, como vimos, “bajar la edad de
imputabilidad” puede significar muchas cosas distintas.
10) Cualquier cambio legal en este plano debería ser debatido ampliamente después de las elecciones.
Todos los temas legislativos tendrían que ser discutidos con seriedad,
pero más aún los que involucran la vida y la libertad de las personas.
Cualquier reforma legislativa del código penal y el régimen juvenil
tratada responsablemente requiere, entre otras cuestiones, de un proceso
de audiencias públicas con participación de la sociedad. Escuchar la
opinión de los especialistas parece más atinado que guiarse por
encuestas. Por supuesto, hablamos de investigadores formados que se
dediquen al tema y no de ex represores devenidos especialistas, como
Luis Vicat, un bonaerense que en los ´90 se dedicaba a la persecución de
dirigentes y organizaciones sociales (
La Pulseada N° 24) y ahora suele presentarse en los medios como experto en seguridad bancaria.
Por último, algo que sabemos por experiencias pasadas: ni el
oportunismo político de quienes juegan con el miedo en épocas
electorales, ni el dolor de los familiares de víctimas, son buenos
consejeros.
Hasta la próxima.