Es necesario rechazar los lugares comunes. Si se acepta el sistema democrático debe dejarse a un lado el jaurecheanismo extendido de que las clases medias votan mal cuando están bien. En estos casos, antes que filosofar sobre las cualidades y calidades del voto, resulta más útil, a los fines prácticos, intentar decodificar los mensajes de las urnas. Daniel Scioli ganó las elecciones por varios puntos, pero el resultado comparado y la necesidad de segunda vuelta marcaron un innegable retroceso.
Las causas de esta pérdida fueron primero económicas. El 54 por ciento de 2011 fue el resultado del crecimiento prácticamente ininterrumpido iniciado en 2003. El único resultado electoral adverso del período, por si faltasen elementos, fue el de 2009, no por la crisis del campo, sino por el freno transitorio provocado por la crisis internacional de 2008. El 37 por ciento del 25 de octubre, y sobre todo los apenas 3 puntos de diferencia con el segundo, pueden explicarse por el freno de la economía a partir de 2012, con el 2014 a la cabeza. Los 17 puntos de diferencia con 2011 son consecuencia del descontento de quienes sienten no necesariamente que están mal, pero sí estancados. El votante siempre quiere más; es su pulsión biológica. Alrededor de este dato pueden tejerse discursos de seguridad, narcotráfico, inflación, presión impositiva, “institucionalidad”, pero el problema de fondo es el bienestar económico. La idea de un “cambio” abstracto no hubiese prendido en 2011, pero tuvo oportunidad de hacerlo en el tardío 2015. Este descontento relativo no puede combatirse electoralmente con el listado de logros del oficialismo de los últimos 12 años. El votante que integra esta franja de 17 puntos no es en promedio el más politizado y contabiliza los logros como derechos adquiridos. Está pensando en su futuro.
Mientras tanto, vale preguntarse cómo es posible que una franja de la población vote en contra de sus intereses objetivos, de clase; sean trabajadores, pequeños comerciantes o empresarios orientados al mercado interno. Cómo puede ser que vuelvan a elegirse las políticas que llevaron a la economía a los peores tropiezos de la historia y a la gran crisis de 2001-2002, a los picos de pobreza, desocupación y caída del producto, al hiperendeudamiento y la cesación de pagos. Cómo es posible que se destruya inesperadamente lo que llevó más de una década empezar apenas a reconstruir.
Todas estas preguntas van por el camino equivocado. No fue esta opción la elegida por los votantes que cambiaron su voto. Nadie en su sano juicio escupe inocentemente hacia arriba. Para comprender su comportamiento es necesario detenerse en qué prometió cada candidato.
El punto de partida es la economía frenada desde por lo menos 2012. Las causas de este freno son esencialmente dos: la reaparición de la restricción externa que se manifiesta en la escasez relativa de dólares y el cambio de las condiciones de la economía mundial. Quienes adhieren al pensamiento económico heterodoxo saben que si en este contexto adverso se hubiesen aplicado las políticas de la ortodoxia, la economía no estaría frenada, sino directamente en recesión. La salida de esta situación es una sola: un proceso de desarrollo planificado que transforme la oferta, la estructura productiva, para exportar más e importar menos, lo que a su vez requiere una macroeconomía que enfatice la demanda, única manera de sostener los volúmenes de inversión. Se trata de un proceso de carácter necesario si el objetivo es el crecimiento del empleo y la distribución del ingreso. Esta es la propuesta lógica que hizo explícita el candidato oficialista y que, por su naturaleza, también lo diferenció de la última década.
La propuesta de los economistas opositores es diferente: el regreso al mainstream. Para los interesados en el desarrollo puede ser una desgracia, pero su impacto, por una razón de subsistencia política, podría ser de baja intensidad. Es posible imaginar, con buena voluntad, un proceso exitoso en sus propios términos. El primer paso sería un ajuste cambiario recesivo que augura un verano tórrido, mediáticamente atribuible a la “herencia recibida”, pero que sería compensado más o menos rápido por ingreso de capitales, no sólo por el cambio de la regulación financiera, sino porque se liquidarían exportaciones inmediatamente, ya sin retenciones y favorecidas por el salto cambiario, y porque sería posible usufructuar nada menos que una de las mejores herencias del kirchnerismo: el desendeudamiento. Si al interior de la nueva fuerza gobernante no se imponen las opciones más gurkas escondidas durante la campaña, es posible que se apele también al gradualismo, lo que permitiría manejar inteligentemente la transición sin mayores sobresaltos. La economía se reconcentraría en sus ventajas comparativas; especialmente el sector agropecuario, el minero y el energético. Sería un aterrizaje suave hacia lo que se conoce como “modelo de desarrollo dependiente”, con estabilidad macroeconómica de mediano plazo y sin mayores conflictos al interior de las clases hegemónicas y frente a los poderes continentales. La contrapartida sería la vuelta al endeudamiento y la baja creación de empleo, lo que deprimirá la capacidad de negociación de los asalariados, es decir; baja inflación, bajos salarios y mercado interno acotado. Es también probable que se evite la confrontación política de privatizar YPF y Aerolíneas, pues no hace falta abandonar la propiedad estatal para reducir el peso de una empresa pública en sus sectores específicos. Hasta es posible que un gobierno neoliberal consiga superar una primera reelección, lo que abre una perspectiva de 8 años de macrismo. El peronismo que regrese, contra lo que sueñan algunos despistados, seguramente no será el kirchnerismo, el que será demonizado casi como política de Estado.
Queda un detalle. Si bien éstas son las dos opciones que se jugarán en el ballottage del próximo 22 de noviembre (desarrollo soberano con transformación de la estructura productiva versus desarrollo dependiente), no son las que visualiza la franja de votantes no politizados que dejó de votar al oficialismo. Mientras el sciolismo hasta publicó en forma de dos libros su propuesta y medidas para un programa de desarrollo que permita superar el estancamiento, el macrismo tomó la decisión audaz de no explicitar su propuesta. Siguiendo la receta de su gurú electoral Jaime Durán Barba, involuntariamente revelada por el ex secretario de Política Económica de la Alianza y actual diputado, Federico Sturzenegger, sus representantes económicos sólo expresan generalidades, no planes. Las respuestas que se escuchan cuando se demandan precisiones descolocan al interlocutor especializado: “La gente quiere sentirse segura, que no la roben”, “necesitamos más educación”, “Mauricio está muy preocupado por bajar la pobreza”, “queremos más transparencia y que se acaben los enfrentamientos entre argentinos”, “la inflación es un flagelo” y “es necesario terminar con el narcotráfico”. No alcanza con preguntar cómo lograr toda esta revolución de la alegría para un mundo sin problemas. Por más que se repregunte y se insista en que el tema de debate es la economía, las respuestas serán nuevamente las mismas. Pero si el votante menos politizado no lo advierte, más temprano que tarde podría tener que responder lo mismo que Don Quijote después de cada derrota: “Seguro, Sancho, sucedió por modo de encantamiento”.