Por Federico Pavlovsky
El 10 de julio de 1941, en un impronunciable pueblo de la Polonia ocupada, Jedwabne, a 190 km de Varsovia, se produjo uno de los hechos más crueles e increíbles que registra la Segunda Guerra Mundial. Durante algunas horas de ese día de verano, un pueblo de 3000 habitantes fue el escenario en donde se desarrolló un asesinato colectivo. Ese día, mil quinientas personas mataron o vieron matar a otras mil seiscientas, éstas últimas de origen judío, y en el exterminio no hubo ninguna distinción entre hombres, mujeres, niños y ancianos. Solo siete personas sobrevivieron al ser salvadas por una familia polaca (el matrimonio Wyrzykowski) que, justamente, por ese acto de solidaridad fue perseguida por años. La historia, tan escalofriante como atroz, fue negada por décadas hasta que el historiador polaco judío Jan T. Gross publicó en el año 2001 el libro, Vecinos: El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, una publicación que se convirtió en bestseller en Estados Unidos y Polonia, donde desató un debate nacional sin precedentes. El libro se construyó recogiendo el testimonio de las únicas siete personas que sobrevivieron a la masacre, y en los archivos de dos juicios celebrados por las autoridades comunistas en 1949 y 1953. Una de las particularidades de esta masacre es que en la Polonia ocupada por los nazis, los alemanes no ordenaron la matanza ni participaron de ella, tan solo se limitaron a autorizar el devenir de los acontecimientos y sacar fotografías. Un crimen colectivo realizado por una comunidad de vecinos, de individuos “comunes”, en donde la mayoría de los hombres participaron activamente, y el resto observó de forma pasiva pero cómplice. La secuencia fue desvastadora. Con golpes y diversas torturas, todos los judíos fueron arrastrados dentro de un granero, encerrados ahí, para luego prenderles fuego. Sometidos a toda clase de humillaciones, los judíos fueron obligados a realizar actos de feria, ejercicios gimnásticos ridículos, y toda una serie de vejámenes antes de ser ultimados por sus vecinos. A esto le siguió la confiscación de los bienes “abandonados”, el silencio generalizado, y un olvido sistemático y colectivo de lo acontecido. Las personas fueron aniquiladas, pero sus propiedades intactas fueron apropiadas por sus ejecutores. Gross señala que se trató de un asesinato en masa en un doble sentido, por el número de las víctimas y por el número de los verdugos. Los mataron de modo frenético, barbárico, y de múltiples maneras, a unos con herramientas de metal, a otros a cuchilladas, a otros a estacazos.
Uno de los elementos más perturbadores de esta historia es que rompe el arquetipo de monstruo que comete actos inhumanos. Como señala el texto de Gross, en Jedwabne los verdugos fueron unos polacos normales y corrientes. Eran hombres y mujeres de todas las edades, y de las profesiones más diversas. Buenos ciudadanos. Y lo que vieron los judíos, para mayor espanto y desconcierto, lo último que alcanzaron a ver, fueron solo rostros familiares. Vieron a sus propios vecinos devenidos en asesinos voluntarios. Un ejemplo en donde la horda, la furia de una masa resentida que por distintos motivos se contamina con las ideas de diferencia y superioridad, elimina los límites y las responsabilidades individuales. Distintos informes detallan que los habitantes de Jedwabne de la posguerra sabían perfectamente que los judíos del pueblo habían sido asesinados por sus vecinos durante la guerra, y no por los nazis.
La historia permaneció prácticamente oculta hasta la publicación de Gross (2001) y cobró una mayor difusión gracias al estreno de la extraordinaria película polaca, “Poklosie”, (o “Secuelas” 2012). Escrita y dirigida por Wladyslaw Pasiloski, narra la historia de la matanza y recibió en Polonia severas críticas, amenazas, y un verdadero boicot por parte de sectores nacionalistas polacos que niegan lo ocurrido ahí, y en otros pueblos similares, ya que éste no fue el único caso. Recomiendo leer el reportaje publicado en Páginai12, realizado por Luis Bruschtein, a la filósofa y poeta Laura Klein, “Jedwabne, la vergüenza de los polacos”, ya que ella tuvo familiares asesinados en ese pueblo. Así, también, el artículo de Ana Wajszczuk en el diario La Nación, “La vecindad del mal”.
La historia de Jedwabne representa un acontecimiento testigo de hasta dónde puede llegar un grupo de personas comunes, de rostros amigables y familiares, ante ciertas circunstancias de contagio del odio más visceral, y donde no hay ninguna cabida para la reflexión y la empatía.
En la obra teatral Potestad, de Eduardo Pavlovsky, un médico conquista al público a través de un relato dramático donde detalla cómo ha sido despojado de su hija. Esta emoción se revierte sorpresivamente en los minutos finales del monólogo, cuando revela su condición de médico apropiador de la dictadura. Por aquel entonces, muchas personas le recriminaron al autor-actor haberle otorgado rasgos tiernos y cálidos al personaje del genocida.
El escritor y maestro del terror Alberto Laiseca decía que los monstruos existen. No se refería, por supuesto, a seres con colmillos, Quasimodos, u hombres-mosca, sino que hablaba más bien del comportamiento de los seres ordinarios, de aquellos que habitan en tantos pueblos lejanos y ciudades cercanas de este mundo, y que pareciera que solo están esperando a que alguien se anime a dar la orden de ataque.