Trabscribimos el muy recomendable artículo de Alejandro Grimson sobre el odio en nuestra sociedad publicado en Caras y Caretas el 29/04/19.
" ... el odio es visceral, espontáneo. Puede surgir como una reacción de animosidad por múltiples razones, entre las que se encuentra la percepción de una reducción de la desigualdad. Porque cuando una desigualdad que era crucial para definir la propia identidad se difumina, la propia identidad puede verse amenazada."
Para reinar hay que dividir, y bien lo saben las clases dominantes, que hábilmente configuran dispositivos de odio y discriminación en la sociedad para separar a los sectores medios de los populares. El resultado, un desclasamiento que sólo puede ser funcional al establishment.
Por
Alejandro Grimson.
El antipopulismo es un sentimiento. De odio. Una compleja configuración de sensibilidades. ¿Qué es el odio? La definición básica es la aversión hacia una persona o un grupo “cuyo mal se desea”. Es decir, el deseo de un mal. Aquello que se canta todos los domingos en la cancha, que se mueran todos los otros. El odio sólo existe porque hay una alteridad. Frente a la cual se siente rechazo, al punto de que se puede desear su desaparición o su exterminio. Aquí necesitamos detenernos un momento. Si no puede haber odio, si no existen “los otros”, es decir figuras, personas o grupos que son imaginados como diferentes, llegamos a una conclusión relevante. La maquinaria de odio requiere la fábrica de otredades. Por supuesto, hay múltiples gradaciones que van desde la ignorancia, pasando por la antipatía y el desprecio, hasta un claro proceso de violencia simbólica o física que se despliega en toda su intensidad. Por una parte, el odio es visceral, espontáneo. Puede surgir como una reacción de animosidad por múltiples razones, entre las que se encuentra la percepción de una reducción de la desigualdad. Porque cuando una desigualdad que era crucial para definir la propia identidad se difumina, la propia identidad puede verse amenazada. Así funcionan las relaciones entre géneros en la sociedad patriarcal, las relaciones entre clases en el capitalismo, las relaciones racializadas. Por otra parte, el odio también es el resultado de una estrategia de ajedrez, un cálculo frío para domesticar las percepciones, las significaciones y los cuerpos. Esa fábrica de alteridades incluye tanto a grupos históricamente discrimina- dos como a nuevas formas de jerarquización. En el mundo actual, en el apogeo de la segregación, tanto los subalternos de larga data como las nuevas oleadas de excluidos son objeto de los discursos del odio.
El antipopulismo es un sentimiento. De odio. Una compleja configuración de sensibilidades. ¿Qué es el odio? La definición básica es la aversión hacia una persona o un grupo “cuyo mal se desea”. Es decir, el deseo de un mal. Aquello que se canta todos los domingos en la cancha, que se mueran todos los otros. El odio sólo existe porque hay una alteridad. Frente a la cual se siente rechazo, al punto de que se puede desear su desaparición o su exterminio. Aquí necesitamos detenernos un momento. Si no puede haber odio, si no existen “los otros”, es decir figuras, personas o grupos que son imaginados como diferentes, llegamos a una conclusión relevante. La maquinaria de odio requiere la fábrica de otredades. Por supuesto, hay múltiples gradaciones que van desde la ignorancia, pasando por la antipatía y el desprecio, hasta un claro proceso de violencia simbólica o física que se despliega en toda su intensidad. Por una parte, el odio es visceral, espontáneo. Puede surgir como una reacción de animosidad por múltiples razones, entre las que se encuentra la percepción de una reducción de la desigualdad. Porque cuando una desigualdad que era crucial para definir la propia identidad se difumina, la propia identidad puede verse amenazada. Así funcionan las relaciones entre géneros en la sociedad patriarcal, las relaciones entre clases en el capitalismo, las relaciones racializadas. Por otra parte, el odio también es el resultado de una estrategia de ajedrez, un cálculo frío para domesticar las percepciones, las significaciones y los cuerpos. Esa fábrica de alteridades incluye tanto a grupos históricamente discrimina- dos como a nuevas formas de jerarquización. En el mundo actual, en el apogeo de la segregación, tanto los subalternos de larga data como las nuevas oleadas de excluidos son objeto de los discursos del odio.
OTREDADES
La lista
de alteridades es muy extensa en la Argentina actual: los pobres, los negros,
los vagos y planeros, los trabajadores, las mujeres, las disidencias sexuales,
los inmigrantes de países latinoamericanos, los peronistas “irracionales” o
kirchneristas, los revoltosos y así puede continuar ampliándose. No es difícil
comprender por qué las sociedades pueden ser pasivas ante asesinatos realizados
por dictaduras. Sin embargo, hace tiempo los estudios sociales se preguntan
cómo podría suceder que sociedades democráticas y aparentemente racionales
terminen avalando pasivamente asesinatos o tratos diferenciales frente a la
ley. Enunciada de modo sintético, para la sociedad argentina es más sencillo
permanecer pasiva ante el asesinato de un joven indígena en una zona remota
(como el caso de Rafael Nahuel) que frente a un joven de clases medias en la
Capital. Ahora, el estatuto de valores diferentes entre dos vidas, entre dos
personas o entre dos muertes puede extenderse a cuestiones étnicas, de clase,
de género, territoriales o políticas. Así, es necesario analizar y deconstruir
las estrategias discursivas, mediáticas y jurídicas para instalar ideas como
los mapuches son terroristas, los travestis generan problemas, los comunistas
comen niños o los kirchneristas son corruptos. Tomemos este último caso. Si esa
creencia se instala en la sociedad, si la sociedad cree que las personas con
una identidad política les robaron dinero, se instala el odio. La intensidad
será tal que se identificará a esas personas con la irracionalidad, cuando si
hay algo ajeno a la razón es ese mismo odio. Logrado eso, sectores sociales
buscarán cárcel para esos supuestos culpables. Así, el Poder Judicial será
visto como lento incluso si se convierte en una maquinaria de generosa
distribución de prisiones preventivas a dirigentes kirchneristas. En palabras
textuales de Durán Barba: Cristina “representa algo que existe en Argentina,
aquí hay millones de personas que se identifican con la avivada, con el poco
respeto a las normas, con las mafias que están por todos lados, con un
comportamiento de poco apego a las normas. Eso existe por todos lados, y ella
representa realmente eso”. El asesor supuestamente tan innovador repite, como
desde 1945, que quienes apoyan al kirchnerismo son “antidemocráticos”
(entrevista en Perfil, 7 de abril de 2019). ¿Por qué una sociedad avala las
fáciles prisiones preventivas para personas con una identidad política y no
exige igualdad ante la ley? Por la misma razón por la cual no se moviliza ante
el asesinato de Nahuel. Se ha instalado de modo hegemónico la noción de que son
personas de estatus diferentes, cuyas vidas, libertades y muertes tienen valor
distinto. Los lectores han visto esta operación en innumerables series en las
cuales el personaje del presidente de los Estados Unidos afirma abierta- mente
que el valor de la vida de un estadounidense no se compara con el valor de la
vida de miles de personas de otra nacionalidad.
MI MAMÁ
ME ODIA
En la
Argentina es necesario escribir una historia del odio. El sujeto del odio son
los “civilizados” o los agentes de la “civilización”. Pretendidamente varones,
educados, cultos, blancos, europeístas, cosmopolitas. El objeto del odio es lo
otro de la civilización, aquello irreductible. Perseguido, atacado con
genocidios de la “Triple Alianza”, el “Desierto” o el “Proceso”, con bombas y
fusilamientos, con múltiples planes de represión. También su reducción fue
planificada con la educación: si la letra con sangre entra, la sangre inferior
no podía también ser eliminada. La educación del “soberano” como prerrequisito
de elecciones libres fue la estrategia complementaria de la violencia física.
Esa violencia simbólica sistemática implicaba destruir las heterogeneidades
culturales de un país tan múltiple como la Argentina, donde hay decenas de
grupos étnicos, alrededor de veinte lenguas, un abanico de religiones, rituales
y celebraciones, formas de comer, tonadas y formas de hablar el castellano. Ese
cosmopolitismo realmente constitutivo de la Argentina debía ser sustituido por
el crisol de las razas europeas. Por eso mismo, el actual presidente de la
Nación puede des- conocer públicamente en el Congreso de la Lengua (en
singular, rey incluido) el plurilingüismo del país que gobierna. Esa historia
revelará el odio como maquinaria de dominación, como dispositivo de las elites
políticas para separar a quienes se consideren de clases medias de las clases
populares. Hoy hay una sobreposición significativa: gran parte de los
trabajadores se considera también parte de las clases medias. En su lenguaje,
significa que no se perciben como “el último orejón del tarro”, que no son
“excluidos”. Han logrado tener un lote, una casita de material, un autito o una
moto, un hijo o una hija en la universidad. Por eso, a lo largo de los años han
sentido que no estaban completamente afuera. Mientras avanza la economía
caótica del neoliberalismo incrementando la exclusión, se despliega un
dispositivo de chantaje identitario. Si pensás que sos de clase media, tenés
que estar contra los negros, los piqueteros, los planeros, las huelgas, los
inmigrantes y los kirchneristas. La maquinaria ha hecho su trabajo, el odio se
ha hecho cuerpo y ha edificado un sistema de percepción de la realidad para
amplios sectores que devienen antipopulares. Entonces, brota como reacción
espontánea ante las presencias otras, hacia la diferencia, hacia lo considerado
inferior. Una vez que se ha educado con el odio, cuando la educación deviene
también en formas de identificación nacional europeísta, los cuerpos quedan
disponibles para una sensibilidad compleja. Así, el odio requiere de otros
sentimientos: el desprecio por lo bajo, el narcisismo de la propia posición, el
rencor y el asco ante los avances populares. El odio ante el goce del otro. No
es una racionalidad que deviene sentimiento, sino emociones que son
racionalizadas. Así, Rita Segato escribió, acerca de los albores del siglo XX,
que en la Argentina la sociedad nacional fue el resultado del “terror étnico”,
del pánico de la diversidad. La vigilancia cultural pasó por mecanismos
institucionales, desde ir al colegio todos de blanco, prohibir el quechua y el
guaraní donde se hablaban, y por estrategias informales de vigilancia: la burla
del acento aterrorizando a generaciones enteras de italianos y gallegos, que
tuvieron que refrenarse y vigilarse para no hablar “mal”; el judío se burló del
tano, el tano del gallego, el gallego del judío, y todos ellos del “cabecita
negra” o mestizo de indio, bajo el imperativo de borrar las huellas del origen.
LAS
GRIETAS QUE SUPIMOS CONSEGUIR
En unos
apuntes de esa historia del odio en la Argentina, no podrían faltar ninguna de
las grietas argentinas, ni los conflictos en época de Rosas (llamada después
por Gálvez “tiempo de odios y angustias”), el 45, los “cabecitas negras”, el
“viva el cáncer”, el antimarxismo, el “yegua, puta y montonera”, “esos vagos y
planeros”. En esa pequeña enumeración se percibe claramente la capacidad de
articulación del odio. Puede ir de la misoginia al racismo, del desprecio de
clase a la homofobia, del macartismo a una generalización del otro en el
término “barbarie”. Porque justamente el objeto de odio es siempre “el resto”
de la civilización, aquello que no cuadra en el relato europeísta. La supuesta
vagancia, la llamada corruptela, la política criolla, el choripán, la fiesta
popular, la protesta, la disidencia, la pronunciación, los “desviados”, el “mal
olor”, la “gente fea”. Veamos un análisis del odio en 1945. Monseñor Gustavo
Franceschi dedicó la nota principal de la revista Criterio, de orientación
católica, al tema del “Odio…” el 8 de noviembre de 1945, tres semanas después
del 17 de octubre. Declarando que no tenía ninguna intención partidaria,
Franceschi distinguía la antipatía del odio. Mientras la antipatía hacia otra
persona sea por el modo de ex- presarse, la tendencia política o la raza sería
espontánea, el odio es voluntario, consciente, implica desear un mal para el
otro y conlleva un pecado. Más grave aun es cuando la antipatía tiene motivos
de índole pública y política, y se convierte en odio. Cada uno tiene derecho a
defender a su grupo, “pero cuidando de no confundir la justicia con el interés,
cosa fácil por demás, que convierte al agredido en agresor”. Si el odio “se
generaliza en una sociedad, si son categorías enteras de ciudadanos las que se
vuelven así unas contras otras”, la colectividad dividida perecerá. Esa
confusión de la justicia con el interés es lo que oculta la enunciación
oficialista acerca de “los 70 años”. Son 74 años de irracionalidad de las
elites económicas, según pueden leer- se los sucesos que desencadenaron los
orígenes del peronismo. Los sectores dominantes pusieron un empeño tan denodado
en defender sus privilegios que terminaron colocando en segundo lugar sus
intereses económicos. Hay personas dispuestas a perder dinero con tal de no
perder poder, pertenencia exclusiva y excluyente a un grupo con alta
consideración. Esa “irracionalidad” si se analizan exclusivamente los intereses
estrictamente económicos se verifica para amplios sectores de la población
brasileña con el golpe contra el gobierno del PT y con amplios sectores de la
población argentina en estos tres años y medio. Vivir con menos dinero pero con
la alegría de un odio desmedido que ratifica una posición social o cultural. La
racionalidad no puede definirse por un único factor (por ejemplo, el
económico). Hay grupos sociales dispuestos a que se hunda su economía familiar
con tal de no ser gobernados por “los negros”. Incluso, quien suscribe ha
preguntado numerosas veces a qué candidatas o candidatos opositores se refieren
al mencionar “los negros”. La respuesta más habitual ha sido “son negros de
alma”. Otra creación de octubre de 1945, cuando se catalogó al día 17 como un
“candombe blanco”: eran blancos sus protagonistas, pero según aquella
concepción se comportaban como “los negros en la época de Rosas”.
ODIANDO
DESDE 1945
Si se
considera este argumento es evidente que desear la muerte del adversario
político y celebrarla es una forma extrema del antipluralismo. Instalado el
odio contra Eva, sólo quedaba aguar- dar: “La burguesía argentina odiaba
intensamente a esta plebeya advenediza que se encumbraba despotricando con
ella, y ofreciéndola al odio de la chusma”, afirmó Milcíades Peña. El odio de
1945 había reducido su estruendo, hasta la celebración de su muerte por sus
detractores. Se escribió en los muros de Buenos Aires la expresión “Viva el
cáncer”. Y ese mismo clima estalla en 1955. “Señoras soberbiamente vestidas
salían enardecidas de las misas de las once para enfrentar valerosamente a la
policía, y para corear el grito de guerra de la muy cristiana oposición: “Perón,
Perón, ¡muera!”, narró Peña. Claro que si los peronistas gritaban la décima
parte de esto eran condenados al estigma de barbarie por la elite intelectual.
Se trataba de un rasgo muy arraigado en la cultura política. Las acciones de
los otros jamás podrían juzgarse con la misma vara de las acciones propias.
Simplemente, como ellos son la barbarie, si hubiera violencia sería muy otra
cosa. Un intelectual no peronista escribió en 1955 una frase que parece actual.
Ismael Viñas consideraba deshonestos los argumentos contra la corrupción: “Un
enriquecimiento que le parece moral, lícito cuando es practicado por
particulares (…) se convertía en crimen cuando lo practicaban otros –en
especial funcionarios públicos –”. Así, recordemos que fue en nombre nada menos
que de la democracia y de la libertad que el peronismo fue proscripto durante
18 años y la palabra “Perón” fue prohibida por decreto. ¿Puede una persona
considerarse democrática y admitir que se prohíba una palabra? Para lograr
semejante hazaña hicieron un paralelismo entre desnazificación y
desperonización. En nombre de la democracia pudieron torturar, bombardear y
fusilar. Y más: pudieron permanecer callados los últimos 64 años sobre estos
hechos. Porque no se encontrará a intelectuales o políticos antiperonistas
explicando que 1955 es el origen de la violencia política que deriva en la
catástrofe de 1976. El odio es un devenir. Se empieza prohibiendo una palabra,
se organizan campos de concentración, se niega el número de desaparecidos, se
vuelve a perseguir a opositores políticos. El liberalismo argentino es
antipluralista y odia a sus adversarios políticos. No puede reconocerlos como
tales. En abstracto, todos los sectores sociales de la Argentina están de
acuerdo en alguna de las formas de la igualdad. Aunque más no sea la retórica
de la igualdad de oportunidades. Pero en el momento histórico en que los otros
desafían los poderes, la práctica de tratar a las personas y grupos como
iguales se hace trizas y se tira a la basura. Así, los procesos de ampliación
de derechos, incluso cuando se perciban con alcances relativamente modestos,
pueden sufrir una reacción neoconservadora. Es momento de comprender sus
intolerancias, sus reacciones y su utilización de hiatos del discurso con el
cual confrontan. El racismo, la misoginia, la homofobia, el macartismo, la
xenofobia son distintos discursos de odio que buscan legitimar exclusiones. Es
la demonización de aquello fabricado como irreductible al proyecto hegemónico.
Estas maquinarias del odio han sido enfrentadas innumerables veces por fuerzas
populares. El balance de esas disputas desiguales es una tarea pendiente.
Podemos adelantar que resulta crucial que no pueden aceptarse pasivamente los
estigmas acerca de lo anti- democrático, ni de que los “civilizados” serían más
republicanos o más ordenados. El desorden es esto, la economía argentina
actual. Es sabido que esas maquinarias sólo pueden ser derrotadas reduciendo su
incidencia a través de estrategias muy distintas, que apelen a otros
sentimientos, a otras ilusiones, a otras formas de imaginar la convivencia y a
numerosas concreciones. Cuando los discursos del odio se radicalizan, la mejor
confrontación está lejos de imitarlos. La forma que esa respuesta de lucha
contra el odio adquiera en la Argentina actual será un desafío complejo y
colectivo.