A continuación transcribo una nota firmada por Ariel Torres publicada en La Nación en Marzo de 2021 referida a los mecanismos y lógicas de funcionamiento de las personas en las redes sociales.
Cómo los trolls están
ganando la batalla de las redes (y por qué esto no le importa a nadie)
Así funcionan los ataques en manada, más una receta simple para desactivarlos. Parecen más numerosos de lo que son porque saben exactamente qué botones psicológicos apretar
18 de marzo de 2021 - 00:05 Ariel Torres LA NACION
El Día de la Mujer no lo pasé bien. A la mañana, una cuenta de Instagram que venía siguiendo publicó la imagen de una llanta de aleación seriamente dañada, al parecer por el cordón de la vereda, y una frase: “Feliz Día de la Mujer”. Entre que tengo pocas pulgas y que la discriminación me indigna, dejé un comentario comunicándole al responsable que ese post era una vergüenza y que dejaba en ese momento de seguir su cuenta.
La cuenta es una de esas que recopila videos de cámaras de vehículos, con escenas de accidentes y maniobras peligrosas. No es que me divierta ver colisiones y situaciones de riesgo, sino que esos videos enseñan mucho acerca de lo que no hay que hacer al volante. Pero después de un post tan paleolítico, adiós, besitos en la frente.
No pasó mucho tiempo hasta empezaron a llegar los ataques. Me dijeron de todo, siempre en tonalidades bien hostiles. Me calificaron de snowflake (en inglés: “demasiado sensible, que se ofende fácilmente”), me mandaron a “seguir haciendo mis pancitos”, y uno, en el colmo del machismo más abyecto, me preguntó: “sos una mujer?” Como si eso fuera un estigma o como si no fuera posible que un hombre encuentre ofensivo que ofendan a las mujeres.
Si les pareció raro lo de los pancitos, me explico. De mis últimos cinco posts en Instagram, tres eran de panes recién horneados, y dos, de flores. En fin, ya se pueden imaginar cómo habrán caído mis panes y mis flores a los que siguen pensando que las mujeres manejan peor que los hombres.
Es más, uno de mis críticos, un señor grande del que uno esperaría (ya sé, esto también es prejuicio) un poco más de templanza, me puso: “El post es gracioso porque es verdad”. Se refería a la llanta dañada. Por su parte, el responsable de la cuenta, en una frase que dejaba claro que su capacidad para construir razonamientos no es de las mejores, me dijo: “Te daría la razón, si el daño no lo hubiera causado mi novia”. Es decir, su novia es pésima manejando, y como consecuencia todas las mujeres son pésimas manejando. Creo que ni siquiera hace falta que mencione el nombre de esta falacia lógica.
Pero no es el punto.
¿Quién le teme al escarnio público?
El punto es que las agresiones me dolieron, me hicieron mal, empeoraron mi día y me amargaron. La conclusión era odiosa, pero inevitable. Me dije: “Los trolls están ganando, aceptalo”.
Había un dato ahí. Un dato fuerte. Porque por mucho que despreciemos al que ataca con virulencia desde el anonimato, por mucho que nos hagamos los superados y presumamos de que se trata solo ruido de línea, la verdad, la triste verdad, es que las operaciones de los trolls y los haters logran su cometido. Nos hieren. Nos hacen sentir mal. De otro modo, no existiría ese nuevo género periodístico llamado “lo destrozaron en las redes” o “estallaron las redes”.
Sí, duele. Pero me dio la impresión de que haber admitido esto, muy a regañadientes, significaba un gran avance. Porque la siguiente pregunta fue: “OK, ¿por qué consiguen lastimarnos?”
Una de fantasmas
No parecía difícil entender cómo logran lastimarnos los trolls y los haters (los uso como sinónimos, aunque hoy hay diferencias entre ambos conceptos). Si por naturaleza buscamos el reconocimiento, estos ataques estimulan el nervio opuesto; nos hacen sentir despreciables. Si todo el mundo quiere ser querido (si conocen a alguien que quiere ser odiado, les puedo recomendar varios buenos profesionales), la función de los trolls, especialmente, en manada, es que te sientas odiado. Si tememos al ridículo, te ridiculizan. Si todos tenemos fantasmas, las bandas de agresores enmascarados tocan todos los botoncitos. Son tantos que, tarde o temprano, accionan el resorte correcto para amargarte el día. Lo que conduce a uno de los fenómenos más nefastos de ese microclima llamado las redes: la autocensura.
La próxima vez, salvo que te guste sufrir, antes de publicar algo, lo vas a pensar dos veces. Autocensura hecha y derecha. Autocensura a full. Un esquema antiguo como la civilización, y tan viejo como internet (recuerdo los mismos ataques, y en el mismo tono, en servicios de los que hoy ya nadie habla, como Usenet o el IRC). Entonces, solo por haber admitido que sí, nos duele lo que hacen, se encendió otra luz. ¿Realmente todos los trolls tienen la intención de que empecemos a ejercer la autocensura? ¿Todos tienen alguna intención?
Vamos por partes. Me pregunté primero por qué siempre sus ataques nos hacen pensar en qué hicimos mal nosotros, y nunca en lo mal que hay que estar para agredir con tanta ferocidad a una persona a la que no conocen. O sea, nunca pensamos en qué han hecho mal ellos. Solo porque nos atacan, nos ponemos a la defensiva (y esto es lógico). Listo, ya perdimos.
Otro dato fuerte. El troll no solo induce la autocensura, sino que desvía la atención, todo el énfasis queda sobre la víctima y, con esto, dicta sentencia. Me pareció sospechosamente asimétrico. Alguien, con nombre y apellido, publica una opinión que se ha formado luego de oír veintitrés campanas y leer 500 páginas de documentación, y termina apaleado y preguntándose qué hizo mal. Muy raro. En lugar de preguntarse qué cosa horrible debe haberle pasado a alguien que redacta un libelo tan furibundo y desproporcionado, esa persona se pregunta en qué se equivocó.
Ahí me cayó otra ficha. Precisamente aquellos que oyen veintitrés campanas y leen 500 páginas de documentación son los que van a sentirse heridos por la descalificación pública. El papanatas que dice cualquier cosa que se le pasa por la cabeza no se ve afectado. Y el que adrede está tergiversando los hechos, sabe que cuanto más le respondan, más visibilidad le darán los algoritmos. Especialmente, si retruca e incita así una flame war.
O sea, es ingeniería social pura. El mail (falso; se llama phishing) que llega del FBI informándonos que estamos siendo procesados en una causa de narcotráfico solamente va a asustar al decente. No al narco. El narco sabe que a) el FBI no te avisa por correo y b) que de ser así, tiene todo el tiempo del mundo para huir a un país donde no haya extradición con Estados Unidos.
Al fomentar la autocensura y depositar toda la atención sobre la víctima, esta clase de ataques consigue algo que pensábamos que había quedado en el pasado: el discurso único. Y, de paso, al atacar sistemáticamente el trabajo meritorio y meticuloso, siembra un discurso único y además nivelado lo más abajo posible.
Solo que nada de esto en realidad le importa a nadie.
¿Pero, quiénes son?
OK, la dinámica de los trolls y los haters hace que el foco quede siempre sobre la víctima. Incluso si intenta defenderse. Sobre todo si intenta defenderse. No aclares que oscurece, le van a decir, no porque la acusación sea valedera, sino porque saben que la atención está puesta sobre el pobre sujeto en el cuadrilátero, contra las cuerdas e intentando en vano sortear una golpiza que no se sabe de dónde viene o por qué se la propinan, y que empeora cuanto más devuelve los golpes.
Pero si giráramos la cámara y observáramos a los atacantes, nos llevaríamos una sorpresa. Allí, asustados por la luz repentina, encontraremos una gran cantidad de asalariados, un cierto número de fanáticos exaltados y algunas personas con patologías de la personalidad. Y nada más.
Cuando me atacaron ferozmente por haber señalado un post discriminatorio, me dolió. Pero también me di cuenta de algo fantástico: todo ese barullo virtual no le importaba a nadie. No cambiaba nada. Seguía teniendo mi vida y mis seres queridos. El embate era real, porque Internet es real, digan lo que digan, pero nadie estaba de verdad prestándole ninguna atención. Salvo yo mismo. De nuevo, por obra y gracia de la ingeniería social, en estas escenas manipuladas el que sube el volumen del griterío es la propia víctima.
Más aún. Al rascar un poco la pintura, todos esos que en las redes parecen tan seguros de sí mismos y más malos que un cocodrilo con dispepsia, termina siendo un montón de empleados que ejecutan su defenestración pública bostezando, sumidos en la modorra de la rutina y mirando el reloj para ver cuándo es hora de marcar tarjeta. O bien puede uno encontrarse con un aquelarre de fanáticos exaltados; no deberíamos admitirlos como críticos confiables, sinceramente. Y, por último, están los psicópatas, que los hay, pero que tampoco dejan demasiado margen de maniobra. Tal vez exista un porcentaje pequeño de personas que no tienen absolutamente nada más que hacer en esta vida. Y ahí termina el elenco de lo que, a veces con demasiada generosidad, denominamos las redes.
Pero no lo vemos así y nos sentimos mal. Internet crea muchas ilusiones, y esta es una de ellas. Como el avatar amigable que encubre al abusador, los trolls y los haters sobreactúan una agresividad que en el mundo real nos haría pensar que al sujeto le falta una tuerca. Una agresividad, en la mayoría de los casos, para la que no tendrían coraje cara a cara. Son guapos del smartphone, y nada más.
Cierto, deberíamos darnos cuenta de que las personas civilizadas se comportan civilizadamente siempre. O sea, también en Internet. Pero la virtualidad es un mundo nuevo, pobremente cartografiado, y todavía necesitamos adaptarnos.
Por eso es que estos ataques no tienen ningún efecto en el mundo real. Desde luego, que un ataque en manada nos amargue la mañana es un efecto en el mundo real. Pero si pudiéramos por fin ver a este grupito (ni siquiera son muchos, en la suma total) de lobos feroces como lo que realmente son, posiblemente nos daría un ataque de risa. Que fue lo que me pasó el otro día, y cuando se me pasó anoté el asunto como posible tema para una nota. Esta nota.
Anonimato y algoritmos
Tres cuestiones del estribo, muy rápidas y simples. Ante un ataque, eviten cualquier reacción. Lo único que podría servir es una acción judicial, si hemos sido víctimas de calumnia, injuria o algo así. Si no, y para decirlo de forma sencilla, los algoritmos están diseñados para darle cada vez más visibilidad a aquello con lo que interactuamos. Aquí no es verdad que el que calla otorga. En el mundillo sobrecalentado de las redes, el que calla, gana.
Segundo, eso que denominamos las redes constituye un ecosistema cerrado y a la vez minúsculo (caso del Twitter) o muy compartimentado (caso de Facebook). No estoy seguro de que tenga mucho sentido seguir dándoles la misma relevancia que al discurso político, el artículo periodístico o la manifestación ciudadana en la calle. Es un asunto complejo, pero me da la impresión de que las redes tienden a ser mucho ruido y pocas nueces. (Favor de no confundir esto con las grandes campañas de descalificación y desinformación promovidas por Estados. Ese es un asunto mucho más serio que podría encuadrárselo en la guerra y la geopolítica electrónicas.)
Tercero, al revés que muchos otros analistas, no estoy en contra del anonimato. Ese anonimato que algunos, más por egolatría que por otra cosa, pretenden erradicar, es el que le permite a un testigo de la corrupción o del narcotráfico ponerse en contacto de una forma más o menos segura con un periodista o un fiscal. Eliminar el anonimato es la peor idea posible. Sobre todo cuando los tan temibles vengadores enmascarados de las redes son, al final, cuando uno mira bien, un número burlesco y bastante patético.