sábado, 20 de noviembre de 2010

Mi Vuelta de Obligado


Frondizi fue presidente de la nación desde el 1 de mayo de 1958 hasta su derrocamiento el 29 de marzo de1962, pocos meses después de su entrevista secreta con el Che que en ese momento era ministro de Industrias del Gobierno Revolucionario Cubano, el 18 de agosto de 1962.

Eran los ´60s. Los Beatles recién formados con sus integrantes definitivos, la crisis de los misiles entre EEUU, Cuba y la URSS y el comienzo de lo que sería más adelante la gran derrota militar de las fuerzas norteamericanas en la guerra de Viet Nam.  

Por esos días yo transitaba mis diez años y mi casa era frecuentemente visitada por una larga serie de sujetos, personajes, amigos de mis padres. Jóvenes de entre 30 y 35 años, intelectuales, altamente politizados, efervescentes y alegres. Muchos de ellos con el tiempo se hicieron viejos famosos, otros se hicieron simplemente viejos, casi todos  no están más, pero algunos nunca llegaron a viejos y están desaparecidos por la delación acción de otros que sí llegaron. En conclusión, la memoria de ese living es para mí  un retazo simbólico no sólo de mi vida sino también de la historia de mi país.

En esa época era común que en casa se juntaran aquellos varios y varias dando lugar a todo tipo de actividades, la mayor parte de las cuales parecían ser no demasiado aptas para un chico de diez años según el criterio de mi vieja que me mandaba a la cama a las once de la noche que era cuando todo se ponía de lo mejor.

Esas actividades aparentemente prohibidas para mí, pero que de todas maneras yo registraba cuidadosa, detallada y concienzudamente desde detrás de la puerta de mi dormitorio consistían en cosas tales como interminables lecturas de poemas, animadas guitarreadas con empanadas y varias botellas de Viejo Tomba urgentemente compradas en la histórica rotisería de Puente Saavedra, sobre la Avenida Maipú, a la que se podía llegar solo eludiendo a las putas, los cafishos y los borrachines  que pululaban por allí especialmente los viernes y sábados por la noche.

Allí durante las cálidas noches del recién inaugurado verano porteño, en ese living de ventanales abiertos del primer piso frente a la estación del tren, fui testigo ya sea autorizado  o clandestino según la hora que fuera,  pero definitivamente inconsciente, de la elaboración de proyectos tales como la filmación de una película de denuncia política que se titularía “La Hora de los Hornos”, o de la diagramación de una obra poética que llevaría por título el de “Romance de la Muerte de Juan Lavalle” de la que mi viejo fue coautor hasta ser invisibilizado por el “otro maldito” cuando la firmara en solitario y se llevara para sí todo el mérito y la fama solo compartidos desde entonces con Eduardo Falú que le pusiera música. Cosas de la vida. Cosas de la vida de mi padre. Claro.

Es que mi padre, eterno creador de preguntas, consecuente buscador de respuestas e incansable gestor de proyectos frustrados, había sido por un rato el escribidor de discursos del presidente, si el del petróleo, hasta que se negó por lo de los contratos y secretario de cultura del Bisonte en el ´59. Tenía sólo 28 años en ese momento. Un pendejo.

Recuerdo tanto su alegría ante la noticia por el triunfo de la Revolución en Cuba en ese mismo año cuanto su enorme bronca ante la conversión de Fidel al comunismo y su alianza con la URSS dos años después, en el ´61. Para él ese anuncio de Fidel fue una traición al movimiento revolucionario latinoamericano. Lo veo aun golpeando con su puño el escritorio donde pasaba sus noches escribiendo, donde guardaba la pistola automática y donde además lloraba por sus múltiples infidelidades mientras pedía perdón ante la mirada dolida de mi madre.

Desde su apoyo crítico al frondicismo en la vicedirección del diario Democracia que Aramburu entregara a la UCRI en la etapa preeleccionaria, hasta aquella la entrevista que en el ´65 le consiguió Ricardo Rojo para conversar, en una confitería del centro, con el aún ignoto pero luego héroe y reconocido mártir revolucionario, un hombre calvo y de anteojos que, según Ricardo aseguraba, era miembro relevante del gobierno revolucionario cubano en misión secreta en tránsito desde el Congo hacia la selva boliviana, lugar de donde ya nunca saldría vivo; mi viejo recorrió casi todos los vericuetos de la historia política de esos años que van más o menos desde la caída de Perón en el ´55 hasta la caída de Illia en el ´66, pasando además por una estancia en Roma en el ´64 donde trabajaría para ANSA después de haber perdido aquí su enésimo empleo como periodista.

Fue probablemente el 20 de noviembre del ´62 o tal vez del ´63, cuando yo me enteré de que existía un lugar llamado Vuelta de Obligado. Aquel día partimos en un par de autos, un pintoresco grupo de jóvenes y yo como mascota, en anónima misión tal era la de rendir patriótico homenaje a los héroes defensores de la soberanía que allí habían luchado contra las fuerzas invasoras anglo francesas.

Hubo que recorrer la vieja ruta nueve angosta y antes de San Pedro desviarse casi sin aviso por un camino de tierra para, luego de atravesar varias tranqueras, acceder a la costa del río. Allí en medio de la vegetación típica de un paisaje ribereño desolado solo había una semiderruída construcción de mampostería junto a la costa barrosa de ese brazo sinuoso del Paraná.

Eso era todo. Nada de cañones, ni museos, ni soldados de uniforme como en el cabildo, ni funcionarios, ni nada. El tranquilo paisaje litoraleño, algunos pájaros y un buque granelero que de lejos parecía estar maniobrando sobre la pampa misma. Recuerdo mi desilusión, para colmo no habíamos ganado esa batalla carajo. Todo mal.
Yo estaba muy confundido, en la escuela me habían dicho que Rosas era malo igual que Perón y que Urquiza era el bueno, como Mitre y Sarmiento. En casa mamá y papá discutían sobre eso, porque la vieja admiraba a Sarmiento y papá se estaba dando cuenta de que su antiperonismo lo hacía quedar del lado equivocado.

Así fue que decidí leer la historia y así fue que aprendí que no alcanzaba con el manual de la escuela, ni con el libro de Busaniche, ni el de Gálvez y menos con el de Mitre. Había que leer todas y más antes de poder comprender un poco todo aquello.

Aquella experiencia de niño hace casi cincuenta años se me quedó en la memoria, congelada e inexplicada durante muchos años, después, ya de grande comencé entender un poco más y me hice peronista, pero no había entendido completamente.

Hoy viéndola a Cristina comprendí casi todo.

Hasta la próxima

Abuelas de la Plaza